Dos monjes van de viaje. En tres días no han visto más que a una vieja en el umbral de su cabaña. Fue ayer; les ofreció un poco de cebada tostada, ligada con té y mantequilla rancia. Aquel magro tsampa del día antes ya les ha bajado a los talones. Tienen hambre y frío. De pronto, empieza a llover. El monje más joven se proteje como puede con un faldón de su mano. El mayor camina delante en silencio. Cae la noche sin que se vea en el horizonte ningún lugar en el que refugiarse, ningún templo, ni ermita, ni la más humilde cabaña. El sendero que siguen va a perderse a lo lejos, en la montaña. El joven novicio ya no puede más. No sabe dónde termina aquel interminable viaje. "El templo zen no debe estar lejos, dice para sí; me parece que nos acercamos a Kamakura, pero ¿será ese nuestro destino?
Rompiendo la estricta consigna de silencio, se atreve a preguntar a su superior, que avanza con paso firme:
"Maestro, ¿a donde vamos?
Ya estamos, responde el maestro.
¿Quereis decir que el final de etapa ya está cerca?
insiste el joven monje..
Aquí, ahora. Ya estamos".
El novicio, espantado, mira el sendero pedregoso que se adentra en la bruma. A lo lejos, las temibles cimas se pierden ya en la noche. Tiene miedo, y frío, y hambre. Y de repente, en un claro, comprende. Se acuerda de las palabras que a menudo ha oído repetir en el monasterio: "El Zen es un camino que va ...". En cada paso por ese camino, está incluida la eternidad. En el presente anida la vida, el oasis, lo infinito. Saboreo el presente; el pasado ya se fue, y el futuro es un sueño; sólo el presente es. "Cuando despiertas a la verdad, dice un poema antiguo, tu mente se vuelve brillante y luminosa, como un rayo de luna".
Repitiéndose estas cosas, el novicio avanzaba en paz.
Henri Brunel