No faltaba nada

Un día del último noviembre vimos una maravillosa puesta de sol. Estaba caminando por un prado por el que discurría un pequeño arroyo, cuando por fin el sol, justo antes de ocultarse después de un día frío y gris, alcanzó un espacio sin nubes en el horizonte. Una luz increíblemente suave y brillante cayó sobre la seca hierba y los troncos de los árboles en el horizonte opuesto y sobre las hojas de los robledales en la ladera de la colina, mientras nuestras sombras se alargaban hacia el este de la pradera como si fuéramos sólo motas de polvo bajo sus rayos. Era una luminosidad inimaginable un instante antes y el aire era tan cálido y sereno que a aquella pradera no le faltaba nada para considerarla un paraíso.
Y cuando nos dimos cuenta de que aquello no era un fenómeno singular e irrepetible, sino que sucedería de nuevo, por siempre y para siempre, en un infinito número de atardeceres, alegrando y tranquilizando a cualquier chiquillo que por allí pasara, resultó aún más magnífico.
Henry David Thoreau