En la primera ocasión (entre los 8 y 10 años) me encontraba a solas en el jardín, cavilando. Pasó volando un cuco y empezó a cantar. Experimenté una sensación que sólo puedo describir como el efecto producido por la rotación de un caleidoscopio. Había una sensación de intemporalidad. No era tan sólo que el tiempo se hubiera detenido o que toda duración hubiera cesado, sino que yo mismo me encontraba también fuera del tiempo. Sabía, de algún modo, que formaba parte de la eternidad. Y había también una sensación de ausencia de espacio. Perdí la consciencia de mi entorno. Con este distanciamiento sentí un gozo nunca antes conocido y al mismo tiempo un anhelo tan grande -por algo que desconocía- que dificilmente era diferenciable del sufrimiento ...
La segunda vez ocurrió después de la primera. Era un día absolutamente tranquilo, lleno de luz. En el jardín todo era resplandeciente, sobrecogedor, como en impaciente espera. De repente me sentí convencido de la existencia de Dios como si tan sólo tuviera que extender la mano para tocarle. Y, al mismo tiempo, volvió a aparecer aquel sublime gozo e indescriptible anhelo similar quizá al de vivir exiliado de tu hogar. Parecía que mi corazón iba a salírseme del cuerpo.
Relato del Reru

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